28 junio, 2013

Capítulo 3: Las cartas | Tiempo Predestinado

 

Ver capítulo anterior.

Escribir una carta de amor no es cosa sencilla. Juliana lo sabría años después cuando tratara de volcar su alma sobre el papel para descifrar el sentimiento atroz que le carcomería el interior. Pero a sus cinco, casi seis años, no podía tener idea de lo que Iván atravesaba cuando escribía sus primeras letras con tanta devoción para ella. El niño sentía palpitar su corazón en la palma de la mano, sentía que lo apretujaba al mismo tiempo que sujetaba el lápiz con fuerza. Desde que se había enamorado de Juliana tenía una razón para vivir. Sus padres lo miraban con ternura y sus tías reían con ganas cada vez que lo escuchaban decir eso.

Juliana sólo abrió su primera carta. Era un enorme corazón con las iniciales J e I entrelazadas, debajo había un te amo. Muy creativo, pero la caligrafía era tan pobre que la niña supo que le bastaba con ver eso. Iván, por supuesto, cumplió la promesa de darle otra carta al día siguiente y al siguiente y al siguiente. Juliana las recibió con indiferencia, las metía en la mochila y ya en su casa las recortaba para hacer figuras de papel que escondía entre las hojas los libros. Jugaba a encontrarlas y en eso se le iban las tardes. Pronto se llenó de papeles escondidos y decidió que era momento de pedirle a Iván que dejara de dárselas.

El chiquillo no sabía que su gran amor ni siquiera se preocupaba por saber qué decían sus cartas. Después de aquel corazón con iniciales entrelazadas había comenzado a hablarle de lo que a él le gustaba, las primeras decían cosas como: Me gusta el color berde porque a ti tanvien te gusta o No es berdad que en la escuela aya fantasmas, no existen, no tengas miedo. Esta última carta se la dio cuando se enteró de que Juliana le tenía miedo a los fantasmas. Alguna compañera suya le había dicho que, por las tardes, los niños que habían muerto en la revolución jugaban en los columpios del jardín. Por esa razón, Juliana había dejado de columpiarse en los recreos. Cuando Juliana supo que los fantasmas podían no existir ya era demasiado grande para borrar su creencia, así que siguió creyendo en ellos hasta el fin de sus días, en especial en los niños fantasmas, se sorprendió muchas veces a sí misma viéndolos en su mente, jugando en los columpios del kínder privado.

—Por favor, ya no me des más cartas —dijo Juliana con el tono exacto de orden severa, pero no por eso menos amable.

Iván no supo qué pensar. Era muy pequeño para entender que no todo se podía en la vida, así que fingió que Juliana nunca le había dicho eso. Tomó la precaución de no darle más cartas en persona, pero comenzó a dejarlas en su butaca, en su mochila o incluso contrataba a otros niños para que se las dieran, les pagaba con el yogurth que Juliana no tomaba.

Ella, harta de la situación, decidió comunicarse con él de otra manera. Tomó la carta que uno de sus compañeros convertido en mensajero le llevó y ante los ojos de todo el salón la rompió en pedazos para tirarla en la basura. Juliana era amable, pero ahora se descubría grosera. Los niños se quedaron en silencio y luego se burlaron de Iván. Ella sintió el gusanito de la culpa adentrarse en su interior, pero era más fuerte la esperanza de que él hubiera entendido el mensaje, así que volvió a sentarse sin una pizca de remordimiento. Lo que Iván comprendió, sin embargo, era que tenía que mejorar su letra para que Juliana volviera a leer sus cartas, así que desde ese día puso más empeño en las planas de caligrafía.

Tal vez la culpa se hubiera arraigado en ella si Iván hubiera dejado de enviarle cartas. Pero al día siguiente ya había otra en su butaca, así que aquel gusanito molesto salió tan pronto como había entrado. Juliana no podía imaginar que dentro de esa carta había solamente tres palabras: Mejoraré por ti. La tomó como a la anterior y la depositó en el bote de la basura con tal aire de dignidad que sus amigas la consideraron una persona sin sentimientos.

No era que Juliana se sintiera orgullosa de sí misma tirando las cartas, era que simplemente ya no soportaba que Iván se las diera. No sabía cómo explicarle que eso del amor y los novios eran cosas para mayores, no sabía cómo decirlo porque ella misma no podía entenderlo, sólo trataba de ser coherente con las enseñanzas de sus padres. Iván, sin embargo, no se dio por vencido y aunque sabía que Juliana tiraba sus cartas, las seguía escribiendo con tal dedicación por si alguna vez se animaba a abrir una.

El colmo de las cosas llegó cuando la madre de Iván, en una de las juntas escolares, habló con Juliana. La niña pensó que sería regañada por sus groserías, pero no. La señora joven que de nuevo llevaba en brazos al hermanito de Iván, le habló muy amablemente:

—¿Eres tú Juliana?

La niña asintió algo avergonzada.

—Eres muy bonita, me alegro que una niña tan inteligente como tú sea novia de mi pequeño.

Juliana no podía dar crédito a esas palabras. Furiosa, se alejó del lugar y acusó a Iván con su madre. Le dijo que él no dejaba de enviarle cartas y que ahora su mamá decía que eran novios y que eso no era verdad, porque Juliana no quería tener novio y que ni siquiera le gustaban los niños. La madre la miró con ternura, luego, cuando escuchó la parte en que la niña destrozaba las cartas le dijo a Juliana que no debía ser grosera. Que simplemente no tocara las cartas y que fuera paciente, pues no faltaban más que unas cuantas semanas para que saliera del kínder.

—Pero prométeme que me mandarás a otra primaria, no quiero ir a la misma que él.

—¿Y a dónde va a ir él?

—A donde van todos, a la del centro.

—Entonces no irás a la primaria del centro.

En realidad, no era que la madre de Juliana hubiera accedido tan fácilmente a la petición de su hija, sino que ya había hablado con su marido de enviarla a otra escuela porque buscaban, ante todo, la seguridad para la niña. La primaria del centro no tenía transporte escolar y estaba sobre una avenida donde, si los padres no iban por sus hijos, era altamente peligrosa para los niños. En cambio, la otra escuela contaba con transporte escolar y el autobús podía ir por Juliana todas las mañanas y llevarla de regreso. Además, el edificio estaba escondido y no había peligro latente de choferes imprudentes.

Juliana aceptó felizmente las palabras de su madre y decidió ser paciente con las últimas cartas que Iván le diera, hasta pensó en abrir alguna por simple curiosidad. Sin embargo, no hubo más correspondencia. La madre de Iván percibió que su hijo era rechazado y le pidió al niño que dejara de molestar a Juliana. Aunque él se defendió diciendo que no quería molestarla, sino que sólo quería demostrarle su amor, su mamá le explicó que para la niña era un sufrimiento.

—Si la quieres mucho, deja de darle cartas.

Iván dejó de hacerlo sumido en total tristeza. No podía entender de qué manera sus cartas podían molestar a Juliana, si de todas formas ni las leía, si hasta parecía disfrutar tirarlas en el bote de la basura. Así que las últimas semanas de clase Iván dejó de escribir y Juliana comenzó a experimentar una especie de decepción y tristeza que nunca antes la había tocado, quería preguntarle a Iván qué había pasado, pero sabía que no tenía derecho. La clausura llegó pronto y los niños se despidieron sin mucha ceremonia, sólo por protocolo, como lo exigían las costumbres de la escuela. Cuando Juliana llegó a su casa y supo que no vería más a Iván sintió un vacío tan extraño que le dieron ganas de llorar, su mamá le acarició la cabeza:

—Es porque te encariñaste con la escuela, pero ya verás, la primaria será más emocionante.

Juliana asintió con tristeza, debía ser eso, debía ser que se había encariñado con la escuela… sólo con la escuela… la escuela.

Ver capítulo siguiente.

24 junio, 2013

El brujo

Mi hermana se perdió en el campamento familiar. Éramos más de treinta personas internadas en el bosque y ella fue la única que desapareció. La buscamos arduamente durante toda la tarde, pero no pudimos hallarla. Tuve que consolar a mi madre y alejar de ella los pensamientos negativos que le restaban el aire. Mi papá estaba más sereno, pero, aún así, sabía que si seguían pasando las horas y mi hermana no aparecía, toda su fortaleza se iría al suelo. La noche trajo el frío y el calor de nuestras fogatas mantuvo a raya a los lobos.

Pobre de mi hermana, ¿dónde estaría temblando? No era precisamente una persona valiente, pero era muy inteligente. Dormí mal, tratando de mantener viva la esperanza, aunque cuando me agarró el sueño la idea de la tragedia abrumaba mi cabeza. Desperté luego de dos horas, los demás aún dormían. Tomé una rama y la puse en la fogata para hacer una especie de antorcha, miré a mis padres bajo el resplandor de la llama, estaban abrazados y sus semblantes lucían intranquilos. Di media vuelta y me interné en el bosque.

La última vez que escuché a mi hermana, ella me dijo que había escuchado una voz que la llamaba, pero cuando volteé para sujetarla de la mano, ya no estaba. Así que caminé al lugar en cuestión, un estrecho camino cubierto de hojas, rodeado de árboles fuertes, un sitio muy común. La antorcha iluminó el espacio, susurré su nombre, pero nada sucedió. Estuve parada unos minutos sin saber qué hacer, hasta que decidí caminar un poco más. No había dado ni diez pasos cuando percibí una sombra moviéndose delante de mí. Contuve la respiración y la seguí.

Después de caminar más de diez minutos, me di cuenta de que la había perdido. Y yo también estaba perdida. Quise regresar sobre mis pasos, pero todo en el bosque parecía ser el lugar por donde había llegado. Entonces una ligera llovizna comenzó a caer y mi antorcha se debilitó para terminar apagándose segundos después. Empapada seguí caminando sin rumbo, hasta que me topé con una cabaña. Pero no entré, porque tuve miedo de que fuera como la de la bruja de Hansel y Gretel.

Estaba por alejarme cuando sentí que alguien estaba detrás de mí. Era la sombra que había visto antes, un hombre alto y vestido con una capucha negra que le daba un aspecto terrible. No me dijo nada, sólo me miró y se metió a la cabaña. Yo tenía mucho miedo, pero aún así luché contra él y hablé lo más fuerte que pude: Estoy buscando a mi hermana, ¿la ha visto? Se perdió hace unas horas, tiene sólo nueve años…

Nadie salió de la cabaña y el repiqueteo de las gotas contra los árboles fue mi única respuesta. No supe si insistir o irme, algo me daba mala espina. Me quedé parada largo rato hasta que el hombre volvió a salir, pero esta vez no me dedicó ni una mirada. Detrás de él iba mi hermana. ¡Paula!, grité, ¡Paula! Pero ella parecía que no me escuchaba, seguía detrás del hombre. La oscuridad comenzó a cernirse sobre el paisaje, ya era de noche, pero la lluvia también se volvió negra y el sonido de los pasos era negro y ellos se acercaron a mí, la capucha oscura del hombre y la mirada negra de mi hermana y yo no sabía qué hacer, pero él me gritaba que los dejara, que ella se quedaría ahí. La tomé de la muñeca y eché a correr, pero una fuerza no me dejaba avanzar ni respirar y mi hermana lloraba y yo no entendía.

Y luego yo también estaba llorando y la lluvia caía con fuerza sobre mi rostro. Sentí mi cuerpo contra el lodo y el sabor de hojas verdes en la boca. La oscuridad permanecía porque cuando intenté abrir lo ojos, descubrí que ya los tenía abiertos. Grité el nombre de mi hermana y ella me respondió con un quejido, me dijo que estaba cansada, que quería ir a casa. Luego comenzó otro ataque, sentía que el hombre nos arrastraba a las dos, vereda abajo, hacia el río. Quise morderlo, pero mi boca sólo apresaba tierra mojada y piedras. Paula chillaba presa del miedo. El hombre le dijo que recordara, que centrara su atención, pero ella se negaba y buscaba mi cuerpo.

Entonces comprendí. Se trataba del brujo. Del que entrena las mentes para servir a la oscuridad. Porque si fuera el brujo de la luz nada estaría tan oscuro aquí. Mi hermana era una candidata a la oscuridad, se lo dijeron a mi padres, hace muchos años, cuando ella todavía estaba en el vientre. No lo escuches, ordené con la voz rasposa e irreconocible, no sabía cuánto maltrato había en mi cuerpo. La furia del brujo levantó las piedras cercanas y las lanzó a mi estómago. Escupí sangre. Paula lloraba y lloraba, era sólo una niña. No la veía, pero percibía el miedo que exhalaba su persona.

Piensa en mamá y en papá, piensa en el pastel de colores que te hicimos en tu cumpleaños, piensa en las tarjetas de navidad y acuérdate del valle azul, de donde cortamos las flores para el ramo de la abuela… gritaba tratando de soportar el dolor físico al que estaba sometida. Te amamos, Paula. Te amamos.

Fue suficiente. La densa oscuridad se deshizo y el color natural de la noche iluminó el ambiente. El hombre estaba furioso, pero el campo luminoso de mi hermana era más fuerte. Sus pequeñas manos expulsaron al hombre por los aires y luego corrió a abrazarme, para echarse a llorar de nuevo. Anda, le dije, busquemos a papá y a mamá. Ella asintió y me ayudó a ponerme de pie. ¿Qué tal si vuelve?, me preguntó con miedo. Lo volverás a echar, le aseguré. Sí, lo volveré a echar, reafirmó.

Cuánto había crecido mi hermana en una noche.

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20 junio, 2013

De amores no correspondidos

No suelo enamorarme de quien no está interesado en mí. Pero, obviamente, a lo largo de mi corta vida he tenido que tener un par de tropiezos. Creo que no hay nada más triste que amar sin ser amado. Hay personas que para defender su desdichado corazón alegan que eso no puede ser amor porque el amor es de dos personas. ¿Cómo es que pueden decir eso? Duele, desgarra, renueva. El amor es tan infinito que se encuentra en todas partes. Vaya, hasta uno termina amando lugares o recuerdos.

El amor no correspondido es indescriptible. Trata de ocultarse, de superarse, de olvidarse y, casi siempre, encuentra el fracaso. Unos pueden amar para siempre a esa persona que nunca volteará a verlos como algo más que “amigos”, “conocidos”, “vecinos”; pueden crecer, encontrar razones para la vida. La gran mayoría sólo atina a lacerarse la mente y el corazón. Amar sin ser amado es también lo más valiente que se puede hacer en esta vida. Lo digo porque aceptan su condición, maduran el sentimiento hasta lo más hondo, mejoran su existencia, perseveran, mantienen la ilusión y al final, aunque nada les es entregado, mueren felices por haber hallado el amor.

También creo que todos debemos amar alguna vez sin ser correspondidos. Todo se vale en esta vida. Un poco de sufrimiento no hace mal a nadie. Vamos, ¡la vida es muy corta! Si hay que sufrir por amor, ¡hay que sufrir bien! Al final, el amor es lo más dulce que puede acontecernos, aunque sea triste y sin sentido.

Esperen. Al final, el amor es lo más dulce que puede acontecernos, aunque nos dé miedo. Unos nacen dispuestos a entregarlo todo y otros, simplemente, temen experimentar el amor.

Así que ama y vive. Vive y ama. Si el amor te ha golpeado varias veces ¿qué? Imponte y vive. Cuesta mucho. ¿Es que no te has dado cuenta de que estás VIVO? Si estás harto del sufrimiento, pues ¡detente! Vive tu duelo, pero levántate. Diré algo, el amor duele, pero al final renueva. Porque la naturaleza del amor invita a la vida. Así sea el más desdichado, siempre lo verás lleno de vida. Uno puede empeñarse en asfixiarlo y asfixiarse con él. Puede intentar romperlo y romperse con él. Al final los pedazos quedan. El tiempo lo convierte en algo sano, en algo dulce, en algo con lo que se creció.

¿Amas sin ser correspondido? Hoy te doy mi abrazo, pero cuando te suelte, amigo mío, tendrás que seguir adelante.

 

Te amo, C.E.V.M.

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18 junio, 2013

Los campesinos

Voy de compras, todo está carísimo. Me siento muy cercana a mi madre cuando me sorprendo haciendo cuentas para hacer rendir el dinero. Camino despacio a casa con la bolsa llena de verduras y tortillas. Me gusta mucho mi calle, es amplia y, generalmente, está limpia. El cielo se ve muy cerca, cuando está gris uno siente como si pudiera tocar las nubes. Pero hoy está tan claro que me pierdo en el azul celeste. Es entonces cuando me llegan las notas musicales del Concerto no. 3 in G major de Bach. No es pedantería que conozca el nombre, es que mi padre escucha hasta el cansancio casi toda su obra. Así que de una forma u otra terminé identificando algunas melodías. Me detengo un momento para ver si mi mente no me ha jugado una broma. Suena claro y fuerte. Sigo el sonido como un perrito hambriento siguiendo el olor de comida recién hecha. La música surge de una bocina vieja que está entre de tierra. Un hombre viejo y un niño de no más de diez años abonan la milpa al son de la música. Es decir, tranquilos y veloces, soportando el calor bajo sus sombreros. Me sorprendo tanto que me detengo frente a ellos, sin saber qué decir o qué pensar.

Me causa conmoción por un instante porque la música clásica suena tan fuerte en la calle como a veces suena el pop comercial de mi vecina de quince años. La gente que pasa se ve envuelta de pronto en el ambiente propio de lo clásico. Vaya, que hasta los niños en bicicleta parecen más puros con estas notas de fondo. Es, por supuesto, mil veces mejor que escuchar los ensayos fallidos de una banda de corridos que dirige otro de mis vecinos. Y casi tan deleitoso como escuchar al señor de la farmacia tocar melodías enteras con su saxofón, todos los días, en punto de las cinco de la tarde.

El hombre viejo ni siquiera ha percibido mi presencia, sigue absorto en su labor dedicándole a cada milpita el tiempo necesario para abonarla, quizás hasta para hablarle. Las plantas apenas están naciendo y su color verde pinta el terreno con alegría. No son más de diez hileras de milpa. El niño, en cambio, que trabajaba con el azadón para cuidar los surcos, ha detenido su labor. Me mira entre curioso y preocupado, porque no se explica por qué sigo ahí parada sin decir nada. Cuando me topo con sus ojos (claros, expresivos, sinceros) me doy cuenta de mi condición.

Giro sobre mí misma y camino lo que resta hasta mi casa, feliz y agradecida por vivir donde vivo.

17 junio, 2013

Capítulo 2: Nueva escuela | Tiempo Predestinado

Ver CAPÍTULO ANTERIOR
Juliana salió de su casa para ver cómo su madre se iba al trabajo. La vio alejarse con portafolio en mano, el sonido de los tacones contra el asfalto, caminando con total seguridad a ganarse el pan de cada día. Adoraba esa imagen: la figura de su madre imponiéndose sobre la calle ancha, su traje a juego con el color de las flores de jacaranda que sobresalían por la barda de varias casas y la luz radiante del sol matutino dibujando su sombra con total fidelidad. Juliana supo desde entonces que quería ser como su mamá. Miró largamente hasta que la perdió de vista, y sólo entonces decidió regresar a su habitación. Planeaba escuchar los cassettes que su padre le había comprado, narraban los cuentos clásicos de literatura infantil y estaba dispuesta a repetir el del Príncipe Feliz hasta saberlo de memoria.
Iba a entrar a su casa cuando escuchó la respiración agitada de un niño que llegaba corriendo. A tan sólo tres metros de ahí había un kínder privado. Juliana había notado su existencia porque le encantaba el uniforme verde que utilizaban. Muchas veces se había imaginado a sí misma usándolo, pero después de su experiencia en el primer kínder decidió que era mejor no mencionarlo a sus padres. El niño vestía pulcramente el suéter verde acompañado de unos pantalones grises, sus zapatos estaban recién boleados y el cabello lo llevaba tan aplastado al cráneo como era posible. Sin embargo, lucía agitado, era claro que había llegado tarde. Detrás de él venía una señora con otro niño en brazos.
—¡Toca, Iván! —ordenó desde la distancia.
Iván ofreció una sonrisa tímida a Juliana cuando la vio a unos metros en la puerta de su casa, pero ésta no le hizo caso porque estaba evaluando la perfecta combinación del uniforme. Si la otra escuela hubiera tenido un uniforme tan bonito como ese, ella hubiera considerado quedarse. Pero sólo hacían vestir a sus alumnos de un amarillo tan chillón y artificial que Juliana había llegado a envidiar el color natural de los pollitos. Iván, un poco contrariado por la indiferencia de la niña, tocó débilmente la puerta de la escuela.
—¡Más fuerte! —gritó su madre bajando al niño que llevaba en brazos y obligándolo a caminar.
Iván obedeció y sus pequeñas manos tocaron con más fuerza. Entonces la puerta se abrió. Juliana vio que una señora regordeta salía a recibir a la madre del niño, era la directora.
—Pasa, Iván, ya todos están en el salón —le dijo con dulzura.
El niño cruzó la puerta no sin antes mirar de nuevo a Juliana. Esta vez la niña percibió la mirada y entonces cayó en la cuenta de que todavía tenía puesta la pijama. La madre de Iván y la directora intercambiaron unas cuantas palabras, después Juliana vio alejarse a la madre con su otro hijo por el mismo camino que había tomado su mamá unos minutos antes. Decidió entrar a su casa cuando esta vez la detuvo la voz dulce de la señora gordita.
—Niña, ¿todavía no vas a la escuela?
—Fui, pero no me gustó —respondió Juliana con sinceridad.
—¿Cómo te llamas?
—Juliana.
—¿Ya sabes leer?
Juliana asintió con orgullo. La directora le inspiraba confianza a pesar de que tenía el rostro tan pintado que parecía tener mejillas de muñeca y no de persona normal.
—Te invito a tomar una clase en el kínder, ¿aceptas?
—¿De verdad? Pero es que mis padres no están.
—Oh, no te preocupes, puedes volver a tu casa en cualquier momento, además no está nada lejos, ¿verdad? —el argumento parecía coherente. Los ojos de Juliana brillaron, tenía más de tres meses que había abandonado la otra escuela, ¿por qué no volver a probar? Asintió tímidamente y se acercó a la puerta del kínder. Entonces recordó que todavía traía puesta la pijama.
—No te preocupes, muchos de nuestros alumnos también vienen en pijama.
—¿De verdad?
—Sí, a veces simplemente no les gusta el uniforme.
—¡Pero si es muy bonito!
—¿Te gusta?
—¡Me encanta!
La directora emitió una risa que a Juliana le pareció muy armónica. Estaba en el lugar indicado. Cuando llegaron al salón de clases todos los chiquillos se pusieron de pie y saludaron al unísono: Buenos días, directora. La maestra, una joven con el cabello muy rizado y alborotado, presentó a Juliana como la nueva alumna y pidió al grupo que fuera amable con ella. La niña sonrió y se sentó en un lugar, en medio de dos compañeritas que, una vez estuvo sentada, comenzaron a jalarla de los brazos diciendo: ¡Es mi amiga, yo la vi primero!
—Puedo ser amiga de las dos —resolvió Juliana para calmarlas. Ellas le sonrieron. Ambas usaban el uniforme verde que tanto anhelaba y cuando paseó la mirada por el resto de sus compañeros descubrió que nadie más llevaba pijama, la directora le había mentido. En el fondo del salón vio a Iván que le ofrecía de nuevo una sonrisa, pero ella nuevamente no le hizo caso. La maestra continuó con la lección, repasaban el abecedario. Juliana conocía todas las letras y sabía leer, pero apenas se venía enterando de que tenían un orden. Así que repasó el alfabeto junto con todo el grupo antes de salir al receso, hasta que se lo supo de memoria.
Justo a las diez y media de la mañana salieron al patio para jugar y comer. Las dos nuevas amigas que Juliana tenía abrieron sus refrigerios. Una le ofreció una manzana, la otra, una gelatina. La niña las tomó de buena gana pues ya tenía mucha hambre. Estaban sentadas en el suelo, comiendo, cuando Iván se acercó a ellas.
—Toma —le dijo a Juliana ofreciéndole un yogurth.
—Gracias —la niña lo tomó sin pensar, a pesar de que estaba mordiendo la manzana, sabía que tal vez no iba a llenarse. Además el yogurth era de fresa y a ella le gustaba mucho.
Iván se alejó con las orejas muy rojas. Las dos amigas de Juliana le hicieron burla cuando él se fue y ella se sintió ofendida:
—Somos muy pequeñas para pensar en esas cosas.
El resto del día transcurrió sin mayor novedad. Cuando Juliana volvió a su casa, la directora le dijo que iría más tarde para hablar con sus padres. Así fue. Después de casi dos horas de charla, sus papás accedieron a enviarla a ese kínder. Les convenía mucho, pues estaba tan cerca que la pequeña Juliana podía regresar sola a casa. Además la directora se había ofrecido para mantenerla bien alimentada por unos cuantos pesos más.
—¿Esta escuela sí te gusta? —le preguntó su padre por la noche, cuando la arropaba para dormir.
—Me gusta el uniforme —respondió la niña.
—Mañana te lo compramos.
Juliana volvió a clases, esta vez con el uniforme verde que tanto había anhelado. Se acopló muy pronto a todos sus compañeros y se desenvolvió brillantemente en ejercicios de toda índole. Lo único que le molestaba era la amabilidad de Iván. El niño había tomado por costumbre regalarle un yogurth cada recreo. Al principio ella los aceptaba todos, pero en cuanto las burlas de sus compañeros se hicieron más terribles de lo que ella podía soportar, comenzó a rechazarlo. Así fue como Iván terminó bebiendo doble yogurth todos los días.
Habían pasado un par de semanas y Juliana estaba contenta porque Iván no le daba más alimento. Ese día aprendieron a escribir oraciones más largas y la maestra les había pedido que hicieran una carta a la persona que más quisieran. Juliana puso manos a la obra de inmediato, pensaba escribir dos, una para su papá y otra para su mamá. Justo antes de que terminara, Iván se acercó a ella y le dio un sobre. La niña se asustó ante tal hecho, le había escrito una carta a ella. Y fue demasiado tarde cuando trató de ocultarlo, porque sus compañeros dándose cuenta del asunto soltaron las burlas que a Juliana la hicieron enrojecer de coraje y a Iván de felicidad.
—Mañana te doy otra —dijo el niño un tanto nervioso y volvió corriendo a su lugar. Juliana no supo qué hacer más que fulminarlo con la mirada.

Ver CAPÍTULO SIGUIENTE

16 junio, 2013

¿Dónde te agarró el temblor?

Estaba en mi cama cuando comenzó a temblar. Las paredes crujían y mi estante movió algunos libros. Mi espalda estaba contra el muro y sentía la vibración de los tabiques. No pude moverme, mi cerebro trataba de asirse a alguna idea, a una que lo dejara tranquilo. Me gusta cuando literalmente se puede detener el tiempo con el pensamiento. Mientras los segundos siguen transcurriendo, las ideas ya han nacido, crecido y muerto varias veces.

Primero creí que la casa iba a desplomarse bajo el peso de algún brujo nocturno. De esos que se pasean libremente por el pueblo. Parecen hombres normales, pero la tierra se hunde bajo sus pies y si pisan alguna casa es porque planean llevarse a alguien. Tuve miedo de que ese hombre me quisiera llevar a mí, ni siquiera tenía puesta una pijama. Lo imaginaba bajo una capa negra, los labios rojos y sedientos de sangre. Ya casi hasta escuchaba su conjuro. Pero si las ventanas estaban bien cerradas, ¿cómo iba a entrar?

Entonces pensé en una banda de ladrones rodeando mi habitación. Podían haber subido por uno de los árboles del jardín. Siempre me he querido escapar bajando por uno de ellos, como lo hacen en las películas. Pero no soy muy hábil escalando, así que nunca me he armado realmente de valor. Además, recordé que las ramas del durazno son muy frágiles, con trabajos aguantan mi peso. Esta banda de ladrones debía estar conformada por al menos seis hombres, para que sus pasos hicieran retumbar mi casa de esa forma. Agucé el oído esperando escuchar sus voces graves y preparados para el asalto, pero sólo hubo silencio.

—Está temblando —le dije a Vlash por el facebook.

—Son tus imaginaciones, amor.

¿Sería eso? ¿Mi imaginación ha llegado a ese punto en que todo lo que pienso puede hacerse realidad? ¡Qué genial! Ojalá pudiera bajarme ahora mismo de la cama y salirme por la ventana para lanzarme al mundo. Volar. Volar es todo lo que quiero.

Entonces abrí twitter y me di cuenta de que sí había temblado.

¬¬

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¿Y a ti, dónde te agarró el temblor?

14 junio, 2013

5. Caos | El ruido y la furia de William Faulkner

¿Cómo están? Espero que muy bien. Yo les traigo de nuevo un videoblog donde hablo del origen de la palabra “caos” y del libro El ruido y la furia de William Faulkner. Fue uno de los libros con los que más sufrí, pero cuando lo terminé me quedó la sensación de triunfo. La historia es muy peculiar y estoy segura de que enganchará a más de uno. Espero que les guste.

Por cierto, muchas gracias por leer este blog. Si alguno de ustedes escribe, tiene un blog o un canal de youtube, que no dude en dejarme la dirección para que lo visite. Ya que estoy de vacaciones tengo todo el tiempo del mundo. De hecho, de ahora en adelante tendré mucho tiempo, mientras me titulo :) Saludos a todos y gracias nuevamente.

07 junio, 2013

Capítulo 1: Reglas | Tiempo Predestinado

Traigo a ustedes el primer capítulo de una de mis novelas, tal vez algunos de ustedes ya la conozcan. Tiempo Predestinado es una historia de amor, están advertidos. Pueden leerla en el siguiente video o directamente acá abajo. Saludos a todos. Gracias por leer.

Juliana vino al mundo en plena primavera. Su mamá no se cansaba de decirle cada cumpleaños que el día en que ella nació nacieron todas las flores, de verdad. A la habitación del hospital donde su pequeño cuerpo reconocía olores y formas llegaba el aroma de cientos de botones abriéndose. Años después una empresa de un suavizante reconocido encapsularía el aroma primaveral en su nuevo producto. Juliana, que apenas caminaba sola, se dejaría llevar por dicho olor hasta la botella que lo emanaba y, emocionada, bebería unas cuantas gotas de la mezcla química. Menos mal que su mamá se percató del asunto, si no la pequeña Juliana habría muerto intoxicada siguiendo el olor de la primavera artificial y no estaríamos aquí tratando de contar su historia.

Poco a poco Juliana fue desenvolviéndose en el mundo. Aprendió a hablar más rápido de lo esperado y, contraria a la mayoría de los bebés en el planeta, su primera palabra no fue ni papá ni mamá, sino haba. Ese día su familia comía habas y ella, con tan solo diez meses de edad, exigió más cantidad del alimento. Entonces sus padres se emocionaron. No cabe duda de que su destino está relacionado con el lenguaje, dijo su madre. ¡Tal vez!, exclamó su padre, ella será una gran oradora. ¡Qué cerca se encontraron de adivinar su futuro! Su abuelo que también estaba presente fue más perspicaz y la definió con mayor claridad: Esta chiquilla ni siquiera sabe caminar y ya quiere andar platicando.

Los padres de Juliana eran profesores y por eso se preocuparon en todo momento de iniciarla en la lectura y de enseñarle que para una buena convivencia era necesario obedecer reglas. Así que Juliana pronto aprendió a leer e hizo de la obediencia un hábito suyo. Esas dos características la convirtieron en una niña inteligente, perspicaz y también la hicieron silenciosa y educada con un alto sentido de la responsabilidad. Tal vez esa fue la primera diferencia entre ella y sus primas gemelas Diana y Cristina. Ambas niñas eran un año menor que ella, pero parecían ser más grandes. Se pintaban los labios mientras su madre iba a trabajar, luego hacían desfiles de moda con la ropa que encontraban en el armario.

—¿Por qué no juegas con nosotras? —preguntó un día la pequeña Cristina.

—No debemos tomar la ropa de nuestras madres, se molestarán —respondió Juliana con un dejo de regaño.

—Bueno, tú te lo pierdes —contestaron sus primas al unísono encogiendo los hombros.

Juliana luchaba constantemente contra ese deseo de transgredir las reglas impuestas por sus padres, sus primas lograban que todo luciera maravilloso. Pero una vez que llegaba su tía y regañaba a las gemelas hasta hacerlas llorar se sentía orgullosa de su propia obediencia. Sin embargo, ella también hacía ciertas cosas mientras sus padres no estaban. Sacaba todos los libros de la primera repisa del librero que se encontraba en la sala de su casa, luego los abría todos en la misma página y leía. Después los ordenaba alfabéticamente y volvía a acomodarlos en el librero. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que sus padres se dieran cuenta del orden que prevalecía en sus libreros, pues una vez que Juliana terminó con la primera repisa siguió con las demás y después con el resto de los sitios en donde encontró libros.

Afortunadamente su casa estaba repleta de ellos y antes de iniciar su educación escolar Juliana ya leía a una velocidad muy aceptable. Fue por eso que sus padres consideraron que estaba lista para ir al preescolar, así que su madre la inscribió al mismo kínder que a su primo Rogelio. La escuela era un edificio de dos pisos que tenía arcoíris y flores en las paredes, un amplio jardín con muchos juegos y una fuente que todos los niños denominaban ‘la piscina’ aunque nadie nadaba en ella.

—¿Por qué nuestro salón está abajo? —fue la primera pregunta que Juliana hizo a la profesora cuando le tocaba presentarse a sus compañeros.

—Los salones de primero están en la planta baja, los salones de tercero están en la alta.

Juliana tenía muchas ganas de que su salón estuviera en el segundo piso. Le gustaban los sitios altos, en su casa dormía en una litera y sentía que dormía muy bien. Si su clase fuera en las alturas seguramente aprendería mejor. Pero tenía que esperar hasta ir en tercero y para eso faltaban dos años. Salió al jardín y se sentó en la fuente mientras comía un sándwich hecho por su madre, observó atentamente los salones del segundo piso y vio que un niño disparaba bolitas de papel con un popote. Los pequeños proyectiles iban a dar en el cabello de las niñas que jugaban en el patio. Juliana movió la cabeza en señal de reproche, enseguida una maestra se acercó al niño y lo reprendió:

—¡Diego, deja de hacer eso!

Juliana sonrió al ver el rostro de sorpresa del niño que enseguida se echó a correr para escapar de la profesora. La niña lo siguió con la mirada llena de diversión, pero luego reparó en que estaba mal huir de un regaño, así que se tornó seria y entró a su salón. Los siguientes días fueron más o menos igual, Juliana obedecía lo que su profesora le ordenaba, salía al jardín a comer el lunch mientras se divertía observando las múltiples travesuras del tal Diego. Después se arrepentía y volvía a entrar a su salón.

Fue al séptimo día de escuela cuando las cosas cambiaron. La maestra ordenó al grupo que hicieran bolitas de papel maché porque después las pegarían en una cartulina para rellenar unos dibujos grandes de animales. A cada alumno le entregó una bandeja en donde irían poniendo sus bolitas y una tapita de refresco que tenía pegamento blanco. Juliana puso manos a la obra de inmediato. Con paciencia tomaba un poco de papel maché y luego con movimientos giratorios de sus manos lograba hacerlo bolita, después colocaba el resultado en su bandeja. Pronto llenó la mitad de su recipiente, de pronto a la maestra le pareció buena idea salir un momento del salón. Los niños se quedaron solos, algunos como Juliana absortos en su labor, pero otros más comenzaron a distraerse.

El niño que estaba al lado de Juliana tomó la bandeja de la niña y tiró todas las bolitas al suelo.

—¡¿Por qué hiciste eso?! —preguntó Juliana a punto de llorar.

—Eres fea —respondió el chamaquito burlándose de ella.

Juliana decidió ignorarlo y pronto volvió a tener llena la mitad de la bandeja, pero en ese momento el niño tomó otra vez el recipiente y lo vació. Juliana no pudo tolerar tanta agresión y comenzó a llorar. Cuando la maestra regresó al salón el llanto de Juliana era tan fuerte que varios de sus compañeros se tapaban los oídos.

—¿Qué pasó aquí? —preguntó la profesora.

—Xavier tiró todas las bolitas de Juliana —respondió alguna voz.

—¡Xavier! ¿Qué tienes que decir? —el niño bajó la cabeza en señal de arrepentimiento y se quedó callado.

—Ya es hora de salir al receso —anunció la profesora y los niños comenzaron a levantarse de sus asientos, incluyendo a Juliana que de pronto había cesado de llorar. —Todos van a salir, menos Xavier y Juliana.

—¿Pero yo por qué? —reclamó la niña sintiendo que sus lágrimas volvían a asomarse.

—Debes aprender que las cosas no se solucionan con berrinches —fue la respuesta de la maestra quien salió con el resto de los impúberes al receso y dejó encerrados a los dos niños.

Juliana se sentía muy molesta, estaba segura de que la maestra no tenía la razón. Miró con coraje a Xavier quien sólo bajó la mirada. La niña comió su almuerzo mientras imaginaba las travesuras que Diego estaría haciendo. Xavier siguió con la labor de hacer bolitas de papel maché y justo antes de que el receso terminara vertió la mitad de su bandeja en el recipiente de Juliana y le pidió disculpas, pero ella no le respondió.

A la hora de la salida mientras Juliana esperaba a alguien que fuera por ella, observó que la profesora acusaba a Xavier con su madre, ésta reprendió al niño con tanta fuerza que Juliana se arrepintió de no haberlo perdonado; pero cuando su padre llegó el episodio se borró de su cabeza y sólo se encargó de hacerle saber a su papá lo mal que lo había pasado. ¿Así que las cosas no se arreglaban con berrinches? Juliana lloró, pataleó y se aferró a todo lo posible para no volver a pisar esa escuela y lo logró. Sus padres al final decidieron que se quedaría en casa por una temporada más. Así la niña volvió a su hábito de leer y ordenar libros mientras sus padres iban a trabajar.

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