19 septiembre, 2011

Virus VA001

Landa Galen no encontró ninguna diferencia en su organismo cuando recobró la conciencia. Le habían dicho que se sentiría más ligera, casi de papel y por eso se entristeció bastante cuando no pudo percibir la sensación de ser diferente. Casi estaba segura de que el virus no había sido compatible y de que su organismo lo había rechazado, pero cuando miró las computadoras y vio que marcaban absoluta compatibilidad tuvo que llevarse una mano a la boca. Sonrió con suficiencia pues no esperaba menos de sí misma, era ahora portadora del virus VA001 que, según las investigaciones, tendría que proporcionar el poder de…

Quiso probarlo inmediatamente. Se quitó los cables e hizo caso omiso a las indicaciones de médicos y científicos que estaban con ella, incluso ignoró a su maestro. Así, descalza y con la bata blanca con la que había sido operada, salió al campo de pruebas del laboratorio. Parecía una loca suelta en un manicomio. El grupo de gente que había llevado a cabo la operación la seguía entre molesto, divertido y expectante, nadie conocía enteramente los efectos del virus. Landa, ignorándolos, se dispuso a probarse.

Estaba parada justo al inicio del campo de pruebas que era un prado enorme. La organización para la que trabajaba Landa se había encargado de delimitarlo correctamente con barreras que rechazaban a cualquier intruso, preparado o no tecnológicamente. El cielo estaba tan claro que Landa tuvo la certeza de que ese día iba a ser inolvidable, era el día en que ella por fin… Respiró hondo. Se mentalizó. Y una vez que sintió esa paz recorrerle el cuerpo comenzó a saltar.

Primero eran saltos como cuando uno salta la cuerda, ahí, en el mismo sitio, pequeños y numerosos. Landa poco a poco comenzó a sentir en sus pies una fuerza increíble y supo entonces que era el momento de correr. Inició así una carrera recta, sentía sus pies como armas de propulsión, tenía una velocidad increíble, al menos jamás en su vida había corrido así de rápido. Cuando consideró que el ritmo era adecuado dio un salto y siguió corriendo, fue como si saltara un charco. Y luego volvió a hacerlo, esta vez como si saltara un río. Y a cada nuevo salto recorría mayor distancia en el aire. Hasta que… hasta que dejó de caer.

Landa Galen experimentó por primera vez en su vida eso de volar. Volaba, de verdad. Estaba radiante de felicidad, los brazos los llevaba pegados al costado y se impulsaba constantemente con el pecho. Después de todo aún no existía ninguna forma de volar adecuadamente porque, según los datos, ella era la primera que lo hacía sin algún aparato externo. Estaba realmente feliz. El aire le golpeaba la cara y le pegaba la bata al cuerpo, ni siquiera le molestó o le preocupó que debajo no llevara nada. Pensó que no había nada mejor que volar casi desnuda.

Miró hacia abajo, el prado se extendía verde y pequeño. Se elevó más y más hasta que un sonido le taladró los oídos, era la alarma del campo de pruebas que avisaba que algo anormal estaba sucediendo. Ella misma trataba de violar las barreras. Rió y bajó de altura. Es que era tan genial estar volando, apenas estaba comprendiendo el salto enorme que había dado la organización, el virus VA001 era un milagro. Un verdadero milagro. Y Landa pensaba en eso cuando vio que el grupo de científicos y doctores le pedía que bajara cuando se acercó a él.

Descendió. Se posó suavemente de nuevo en el prado. Tenía una sonrisa enorme, los del grupo también. El jefe de todos ellos se acercó y le dijo:

--Enhorabuena, Landa, eres el primer ser humano que literalmente puede volar.

15 septiembre, 2011

Estás

Invariablemente estás.

Maldito. Me doy la vuelta y ahí estás. Cuando busco mis zapatos debajo de la cama, estás. Si como helado, estás. Y también estás en todas mis clases, en todas mis caminatas de regreso a casa, en todas las veces que he mirado el cielo para ver si hay estrellas. Te detesto con toda la fuerza con la que alguien como yo puede detestar; es decir, no mucho, ni siquiera un poco, apenas lo suficiente como para querer patearte y luego quedarme abrazada a tu cuerpo.

Estás en las paredes y en los escalones. En mi brazo izquierdo y en el derecho. En las zonas que no puedo ver, pero que existen. Estás en todo lo que puede abarcar mi mirada. Y entonces, al verme rodeada por tu imagen, intento huir. Me voy

y me divierto

y salgo

y cambio

y soy otra.

Pero siempre vuelves, siempre. Y aún cuando me encuentro cansada te tienes que colar en mi cansancio, en mis ganas de dormir, en mis ganas de llorar. Y es entonces cuando siento que te odio, porque ya no quiero verte, ya no quiero saber nada de ti, ya no quiero quererte.

¡Y tú, imbécil! Te quedas a burlarte de mi, de lo mal que ya me siento con tu ausencia, vienes a rematarme que no volverás, que sólo es una imaginación mía eso que veo, que ya no existes. Que ya no estás. ¡Pero estás, carajo, estás!

 

Y me duele.

13 septiembre, 2011

Perdida

La mezcla de canciones tristes, tarea excesiva y el recuerdo de una persona que no iba a volver provocó que Léa quisiera perderse en la ciudad. Sí, a propósito. Había estado mirando un mismo punto en la pared durante horas, sin decir ni hacer nada más que repetir en su cabeza una y otra vez sucesos que no se repetirían, palabras que no volvería a oír, proyectos que quien sabe si cumpliría, escenas de doramas que la hacían sentirse mal. Harta de no tener orden en su mente y mucho menos en su corazón decidió salir a perderse. Y luego, si tenía suerte, poder regresar con bien.

Echó a un morral un cuaderno, una pluma, un libro, una cámara fotográfica y un reloj. Llenó su botella de agua y pasó a comer bien. Quería perderse, pero no quería morir de hambre en el camino. Tomó unas cuantas monedas y salió. Fue a la estación de metro más cercana y una vez sentada en uno de los vagones dejó que el tren marchara. Se bajó al azar sin mirar el nombre de la estación. Nunca había estado ahí, así que, valiente, salió a la calle. La recibió un panorama desolador, multitud de gente y automóviles y un enorme cielo nublado.

La mezcla de gris, ruido y soledad provocó que Léa quisiera llorar. Las lágrimas se acumulaban desordenadas y la chica las retenía con fuerza mientras había iniciado una caminata furiosa y rápida. Miraba hacia abajo, veía cómo sus pies se desplazaban por la banqueta. Entonces, en esa prisa que ni ella misma comprendía, chocó estrepitosamente con una persona y cayó al piso, justo a un lado de la carretera. Un automóvil pasó rozándola, pero ella no percibió nada porque el dolor del impacto la tenía ocupada.

--¿Estás bien? –preguntó el hombre con quien había chocado, ella supuso que era hombre pues la voz se le oía grave.

Léa se soltó a llorar. No quería mirar el rostro de nadie, ni quería que nadie la viera en tal estado. La culpa era de esa tonta mezcla de frío, suelo y dolor. Intentó ponerse de pie y pronto sintió que una mano quería ayudarla.

--¿Segura de que no te pasó nada? –volvió a escuchar la voz.

Se limitó a asentir con la cabeza. Logró ponerse de pie y con la mirada todavía baja susurró un gracias. El hombre dijo un no te preocupes y se alejó lentamente, como pensando. Léa no retomó su camino, se quedó parada. Mirando nada. Pensando realmente nada. Como perdida en su propia realidad. Los automóviles seguían pasando cerca de ella, la gente que pasaba no reparaba en su existencia; era el estado perfecto de la soledad, la más plena, la más increíble. Tantos y a la vez ninguno. Y entonces Léa tuvo la loca idea de abrazar a alguien, a quien fuera, para sentirse viva, para sentir que estaba ahí. Que   e  s  t  a  b  a.

Una abuelita pasó vendiendo alegrías. Iba a ofrecerle una a Léa cuando ésta sin darle tiempo siquiera de articular palabra, la abrazó. La abuelita no la rechazó, la chica percibía el olor a sudor y a mugre, pero no le importó. Era esa mezcla de tristeza y alegrías la que provocó que Léa dejara de llorar. Una vez que se separó se sintió un poco avergonzada.

-¿Qué te pasa, niña? –preguntó la abuelita ofreciéndole una alegría.

Léa tomó el dulce, lo pagó y respondió con sinceridad:

-Perdóneme, pero es que sentí la necesidad de abrazar a alguien.

-Vaya, lástima que no se te ocurrió hacerlo cuando te caíste, el muchacho que te ayudó estaba muy guapo.

Léa casi volteó por inercia. No había rastro del chico que la había ayudado. Fue la mezcla de ironía, picardía y atronadora realidad la que provocó en Léa una enorme sonrisa. Dio las gracias a la abuelita y decidió perderse de nuevo. A la próxima haría menos caso de las mezclas de frío con dolor, o de gris con ruido, o de soledad con lejanía y se enfocaría mejor en ver quién quería ayudarla a levantarse.

09 septiembre, 2011

Diálogo

—Creo que existe mi príncipe azul.

—Tú y las niñas tontas que creen esas cosas.

—No seas grosero.

—Ponte a pensar, ¿acaso no es azul porque es asfixiado?

—No, si fuera asfixiado sería morado.

—Entonces es azul porque muere de frío.

—¿Por qué moriría de frío? Yo lo abrigaría.

—Entonces tu príncipe no sería azul.

—Tienes razón, sólo sería mi príncipe, sin color. ¿También crees en las princesas?

—Creo en ti.