21 febrero, 2024

La primera vez en El Laberinto

 El primer sitio en el que me quedé era un departamento conocido como El Laberinto; pero yo no tenía la más remota idea cuando llegué con mi par de maletas y me tumbé en la cama blanda. Con el paso de los días descubriría esas puertas detrás de los espejos. Puertas abiertas, puertas sin cerrojo, puertas descompuestas, todas con el anhelante deseo de ser atravesadas. Algo me decía que las ignorara; así que ocupaba mis días en explorar la ciudad, recordar la visita que me hice, preguntarme si acaso no sería mejor irme de ahí. ¿Pero a dónde? Entonces las puertas se presentaban ante mí con insistencia, me mostraban la respuesta.

Un día, cuando el sol ya se había colado por la ventana e iluminaba todo el desastre que tenía en la habitación, se escuchó el clamor de una explosión. Sentí que el estruendoso sonido había hecho un hueco en mi cabeza. ¿Una bomba? ¿Una guerra? Pronto se mezclaron los gritos de personas con las sirenas de patrullas y ambulancias. Con el pánico ascendiendo por mi cuerpo, me asomé por la ventana que había perdido sus cristales. No podía ver mucho debido al polvo, pero descubrí que el edificio al lado del mío había colapsado. Sentí la urgencia de marcharme.

Tomé lo que pude y me apresuré en llegar al baño. Quité con cuidado el espejo que estaba encima del lavabo, apenas fracturado por el terrible sonido. Ahí estaba una de las puertas. Era amplia, hecha de madera, casi de otro tiempo. La empujé con un solo dedo y cedió abriéndose ante mí, mostrando unas escaleras que llevaban hacia alguna parte. Afuera, el caos iba en ascenso.

No lo pensé más y, por fin, la atravesé.


16 febrero, 2024

En la parada del autobús

 He llegado a la nueva ciudad, aquella que sólo veía en mis sueños.

Esta versión de mí se parece mucho a la de diecinueve años

cuando hacía fila para esperar el transporte público

y tenía frío o tenía calor, o tenía hambre.

También estaba en una ciudad desconocida

y siempre llevaba un libro en las manos.

Tengo el tiempo para mirar a las personas apresuradas,

como en aquel entonces cuando, incluso,

contaba los pares de zapatos rojos que veía por la calle.

Ceños fruncidos, palabras al teléfono, 

manos que se guardan en los bolsillos.

Casi no he encontrado fumadores;

en cambio, hay mucha gente que bebe café.

Mi yo de diecinueve años

se divertía bailando en la parada del autobús.

También cantaba o leía, eso acortaba la espera.

Ella reía bastante y aquella risa me hace reír ahora.

Qué más da, muevo el cuerpo en la ciudad desconocida.

La gente me mira,

sólo un poco en lo que llega el transporte,

en lo que me acostumbro a este aire,

en lo que encuentro a alguien de zapatos rojos

y hago las paces con mi yo de diecinueve años.


12 febrero, 2024

Lo valioso de soltar a las personas

 Ahora que he emprendido la aventura, me pregunto si estará bien aceptar el raite que Alonso me quiere dar. Quiero decir, vengo con maletas y toda la cosa. Y ya pasan de las nueve de la noche. Podría simplemente pedir un uber, llegar al aeropuerto e irme; pero mientras estoy en la esquina sacando el celular de la bolsa, Alonso se ha detenido con su automóvil frente a mí:

—¿A dónde vas? ¿De viaje?

Sonrío sorprendida por ese encuentro tan inesperado. ¿Cuánto tiempo tendrá que no nos vemos? Al menos tres años, estoy segura. 

—Voy al aeropuerto.

—¿De verdad? ¿A esta hora? Déjame llevarte.

Lo primero que pienso es en el dinero que me voy a ahorrar si él me lleva, pero me he prometido ser más cautelosa con mis decisiones, así que le respondo:

—No, ¿cómo crees? Está lejos.

—¡En serio te llevo! Da la casualidad de que tengo un par de asuntos que atender justo cerca del aeropuerto.

¿Será verdad? Lo miro fijamente.

—¡Te lo prometo! ¿Quieres ver? —extiende su celular como indicando que revise. Yo niego con la cabeza:

—Te creo.

—¿Entonces?

Pienso en las ventajas y acepto. Lo medité por al menos dos minutos, no fue una decisión impulsiva, me repito. Alonso se baja del auto para ayudarme a subir las dos maletas que arrastro, repletas de muchas cosas que pienso me serán útiles. Luego me subo al asiento del copiloto y, cuando él se encuentra listo, nos vamos.

¿Por qué de todas las personas en este planeta me tuve que encontrar justamente con él, el día que decidí emprender el vuelo? Es demasiado curioso para ser una simple coincidencia. Intento que ese pensamiento no aumente la incomodidad que comienzo a sentir en el cuerpo. Tres años son mucho tiempo. En tres años pasaron muchas cosas. No puedo fingir que todo sigue igual desde la última vez que nos vimos.

—Bueno, cuéntame a dónde viajas, me gustará saberlo —dice él tan pronto arranca el automóvil.

No le puedo contar cada detalle que me llevó a tomar esta decisión, ¿qué pensará si le cuento que una versión mía del futuro me visitó y me dio advertencias? Es mejor guardarse algunas cosas. Así que le cuento que me voy de vacaciones, que quiero explorar un poco porque tengo ganas, que lo quiero hacer ahora que puedo. Él asiente y dice que siempre supo que yo era una aventurera. La conversación fluye sin mayor contratiempo, así que la incomodidad desaparece. Pienso que así era antes: conversábamos durante horas, sin cansancio alguno. Sin embargo, esta situación es nueva y tan natural que me asusta. Alonso me cuenta cosas de su vida, pero descubro que cada palabra cae en un abismo dentro de mí. Descubro que no tienen la fuerza de antes, que se van a desvanecer pronto como las hojas marchitas. De repente soy consciente de lo que sucede: esa persona del pasado que yo tanto amé, tanto tanto amé, apareció de repente frente a mí para llevarme al aeropuerto, al vuelo que voy a tomar para irme lejos y para siempre. Puede que esta sea la última vez que lo vea. Entiendo que La Despedida se esforzó por encontrar su momento adecuado hasta que lo consiguió.

Unos cuarenta  minutos después llegamos al aeropuerto y él se baja conmigo, maletas en mano. Está bien, Despedida mía, es la hora. Caminamos juntos hasta la entrada y entonces le digo:

—Alonso, muchas gracias por esto y por todo lo demás. Creo que nunca te lo dije, pero gracias por haber estado a mi lado y gracias por marcharte cuando era el momento. Me dio alegría verte hoy.

Alonso sonríe y me abraza con fuerza. No somos amigos ni nada, pero pensar en una amistad con él de pronto luce como algo posible.

—¡Gracias también! Me alegró traerte al aeropuerto y te deseo un buen viaje. ¡Disfruta mucho!

Nos despedimos y cuando él se va noto un alivio, la certeza de que todo se está acomodando para esta aventura. Siento el cansancio de quien se sabe viva, emprendiendo un viaje larguísimo del cual sólo ha caminado algunos pasos. Qué loco, él de entre tantos, este día. Nunca había visto con tanta claridad lo valioso de soltar a las personas.


07 febrero, 2024

Hacia el estrellato

 Para emprender el viaje necesito impulso y velocidad, como cuando iba a la primaria. En ese entonces yo era una niña vivaracha que buscaba cualquier pretexto para correr. Me gustaba la sensación de ir más rápido que cualquiera, de que eso fuera alguna especie de súper poder. Así que corría a la menor provocación. ¿Que ya es hora de ir a la escuela? ¡Apuesto a que puedo llegar en menos de diez minutos! (Cabe recordar que yo vivía muy cerca de la primaria). ¿Que pronto va a empezar mi programa favorito y estoy todavía en el salón? ¡He de irme ahora, con mi súper velocidad lo lograré! ¿Que el niño que me gusta ha decidido corretearme en el recreo? ¡Jamás me alcanzará!

Cuando no pude correr más rápido, me acordé de la bicicleta. Entonces, ah, me volví todavía más veloz. ¿Que mamá necesita algo de la tienda? ¡Enseguida voy! ¿Que hay que acompañar a mi hermano a no sé dónde? ¡Yo lo acompaño! Lo puedo llevar en los diablitos. ¿Que los chicos de la escuela se han reunido para explorar los alrededores? ¡Seguramente necesitarán de una guía tan lista y tan rápida como yo, vamos!

Ese tipo de persona era, la que miraba todas las posibilidades donde pudiera probar mi velocidad. Y realmente lo disfrutaba: ir rápido por el placer de ir rápido, saboreando cada movimiento del cuerpo.

Un día leí Farenheit 451 y en él se dice sobre la gente que conduce a toda velocidad: 


A veces, pienso que sus conductores no saben cómo es la hierba, ni las flores, porque nunca las ven con detenimiento


Poco a poco fui reduciendo el ritmo. Dejé de correr y dejé de andar en bicicleta. Me volví más fan de caminar y contemplar. Cuando corría el año 2021 yo era por completo una roca que ya no se movía: sólo veía mi alrededor. La rapidez me intimidaba. ¿Para qué la prisa si ir lento también es vivir? Con calma. Un paso a la vez mientras admiro este presente.

Sin embargo, para este viaje la calma es una tentación. Por eso necesito el impulso y la velocidad que pueden llevarme al estrellato: de estrellarme. Sacudo todo el cuerpo. Con el ritmo acelerado, contemplar es un verbo complicado si lo aplico afuera de mí. Pero sigue siendo válido si me miro. Voy a correr y voy a contemplarme. Muy importante: no voy a mirar atrás. 


¿Estoy lista? A la cuenta de tres me voy:

UNO

DOS

¡TRES!