Me parezco a mi papá.
A veces sólo puedo decir te quiero
cuando el silencio se impone.
Y soy impulsiva.
Y no sé resolver ciertos pensamientos.
Y me siento sola.
Me parezco a él
que yace bajo tierra
desde hace mucho.
Me parezco a mi papá.
A veces sólo puedo decir te quiero
cuando el silencio se impone.
Y soy impulsiva.
Y no sé resolver ciertos pensamientos.
Y me siento sola.
Me parezco a él
que yace bajo tierra
desde hace mucho.
Me pregunté de qué trataba la vida
mientras caminaba hacia casa,
no sólo no hubo una respuesta
también me dieron ganas de llorar.
El frío congelaba la nariz y las manos, Amparo se movía un poco exageradamente para conseguir mayor calor para su cuerpo. Llevaba su abrigo favorito y una gorra de lana que le había cosido su abuela. Pensaba en el rito de comprar un árbol de navidad, toda una experiencia. Era la primera vez que lo hacía. Estaba parada en la entrada del lugar donde se suponía que iban a comprar el árbol, un espacio abierto cerca del Ajusco. Era muy temprano, como las ocho de la mañana, y su estómago comenzaba a dar señales de hambre. Hambre. Mientras pensaba en todo eso vio llegar a Emilio, su ex.
—¿Emilio? —preguntó olvidándose un momento del frío.
—Soy —respondió él con esa voz suave y profunda que a ella tanto le encantaba.
—¿También vienes por tu árbol de navidad? —insistió ella alegrándose por dentro, de todos los sitios en el país donde vendían árboles de navidad, ¿verlo aquí? ¿Después de tanto?
—Vengo con la familia de mi hermana, les encanta hacer todo esto para las fiestas decembrinas —respondió él con las mejillas un tanto enrojecidas. ¿Por el frío? ¿Por la pena? ¿Por la emoción?
—¡Qué bien! Yo vengo con unos amigos.
—¿Y dónde están?
—Se metieron al laberinto a buscar al elegido.
—¿Y tú por qué no fuiste con ellos?
—Sentí que debía quedarme aquí un momento.
Amparo y Emilio se miraron con ese extraño brillo que sólo hay en los ojos de quienes se extrañan. Sonrieron.
—Bueno, ¿quieres que te acompañe a buscarlos? Y de paso miramos también si algún árbol nos convence —propuso él con un dejo de carraspeo en la voz.
—¡Sí, vamos!
Se metieron al laberinto de árboles. Era extraño eso de elegir un árbol, pensaba Amparo, cortarlos para ponerlos en casa y luego sacarlos de nuevo. Es cierto que podía seguirse todo un proceso para su cuidado, pero no dejaba de ser raro querer hacer del hogar una especie de bosque. Vieron árboles de todos los tamaños. Algunos eran tan altos que ni siquiera Emilio podía tocar la punta. Y otros muy pequeñitos, casi como bonsáis.
—Creo que me llevaré este —dijo Emilio. —Le va a gustar a mi hermana, que por cierto quién sabe dónde está.
—Quizá tomó el mismo camino que mis amigos.
—Sí, puede ser.
Siguieron caminando en medio de los árboles. Amparo no pudo evitar pensar que era una imagen linda: comprar juntos un árbol de navidad.
—¡Amparo! —se oyó una voz. Eran los amigos que se acercaron cargando un precioso abeto. Juliana sonrió. —¡Vaya! Ya sabemos por qué te perdimos de vista.
Emilio hizo un gesto de saludo.
—¡Qué gusto verte de nuevo! —le dijeron. Emilio asintió.
—Bueno, te esperamos en la camioneta, mientras acomodamos el árbol —agregaron dirigiéndose a Amparo.
—¡Sí! Ahorita los alcanzo.
Los amigos se alejaron.
—Bueno, pues… me dio gusto verte, deseo que tú y tu hermana puedan encontrar el árbol adecuado —comenzó a despedirse Amparo, se sentía muy nerviosa y se delataba frotándose las manos una y otra vez.
—Sí, gracias, también me dio gusto verte —dijo Emilio con esa voz suave, profunda.
Amparo titubeó un momento y al final decidió mover el brazo en señal de despedida. Dio unos pasos hacia donde se habían ido sus amigos, apenas cinco.
—¡Amparo! —la llamó Emilio acercándose a ella.
—¿Sí? —Amparo se detuvo, el corazón le palpitaba.
—Perdón, no quiero quedarme con las ganas de preguntarte si… si te gustaría que nos volviéramos a ver…
Amparo lo miró. Seguía siendo él, el joven maravilloso, algo tímido, hermoso, aquel a quien había amado tanto hace varios años.
—Claro.
El rostro de Emilio se iluminó con una sonrisa.
—¡Gracias! Pásame tu número.
Intercambiaron números de teléfono. Amparo se sintió casi como adolescente con el hormigueo de mariposas en el vientre.
—Bueno, pues… ¡Nos vemos! ¡Espero tu llamada! —Amparo le sonrió y se dio la media vuelta.
—¡Amparo! —de nuevo la voz profunda de Emilio.
—¿Sí?
—Perdón, pero tengo que preguntarte otra cosa.
—Sí.
Emilio se acercó a ella. Muy cerca.
—¿Puedo besarte?
Amparo sintió como su rostro se encendía y sonrió nerviosa.
—Sí.
Amparo y Emilio se besaron olvidándose un poco de todo. Había calma.
Ella se preguntó si aquello era amor o era como el lugar donde se encontraban, es decir, un bosque falso.
A veces la tarde es la única señal para saber que ha llegado el momento de ir a la tiendita. Mientras camino, siento la saliva inundarme la boca. ¿Tanto se me antoja? Claro que sí. El sabor crujiente, un tanto picoso, un tanto grasoso, la papa deshaciéndose en el paladar. Una vez vi una película que dice que estos productos procesados matan. Lento, pero matan. Y pienso en todas esas personas que dicen: si de todos modos nos vamos a morir, mejor comer algo delicioso. Ya tengo las papitas en mis manos, ya me estoy llevando algunas a la boca. Las disfruto mientras pienso: podría morir por esto. No parece sensato. Y las insensatas papitas chips jalapeño me miran desde la bolsa mientras susurran: olvídalo, olvídalo, olvídalo.
Amanece, suena el aire y aquí estamos atravesando el cielo. Vemos a través de las ventanas, hay personas. Vemos todo lo que acontece. Agitamos las alas, planeamos, es divertido. Vemos bostezos, desperezamientos, gente caminando. Alguien rebana una cebolla, alguien grita. Las risas. Todo nos llega, pero estamos alto, en las copas de los árboles. Estamos cerca y lejos. Sentimos el aire entre nuestras plumas y el frescor de la mañana. Todo viene, todo se va. ¿Cuántos somos? No hay idea, sólo certeza de esa que se siente en el espacio donde está nuestro corazón. Volar nos gusta. Y agitar las alas. Eso que hacemos es mucho más impresionante que lo que hacen los automóviles al pasar. Esto que hacemos va más allá de todo y todos. Tenemos vida y la celebramos mientras salen sonidos de nuestros picos. Entendemos, pero ellos no nos entienden. Es mejor así. Vemos el mundo seguir su curso. Vemos el mundo moverse y caer, nosotros volamos.
Antes ya había pensado en la muerte y en la fugacidad de nuestro paso por el mundo, pero era un pensamiento que se sentía distante, apenas una caricia ante ese evento tan grandioso de dejar de respirar, de que el corazón se detenga. Ya antes habían muerto personas queridas para mí: mi prima Pamela que falleció a los 19 años por una negligencia médica y azotó mi mundo por vez primera. O mi queridísima Lulú Morán de quien aprendí tanto y que me acogió cuando más lo necesitaba, su muerte me dolió hondamente. Perdí también a mis abuelos maternos años atrás y en julio de 2020 falleció mi abuelo paterno. Todos ellos ya no están aquí, pero sigo pensándolos. Y aunque sí lloré mucho cuando murieron, fue muy distinto a afrontar la muerte de mi padre.
Mi papá está vivo.Mi mamá está viva.Kike vive.Isela vive.Yo estoy viva.Aún hay mucha alegría en el mundo.
Sólo suplico que este amor se me desborde para hacer cosas buenas en el mundo y honrar lo mejor de él.