Lo recuerdo pintando un cuadro en el portal de la casa. Tenía todos sus pinceles y acuarelas acomodados de tal forma que a cualquiera le daban ganas de ir a pintar también. Mi hermana no se aguantó y exigió un lienzo. Papá se lo dio. Ella tenía como cinco o seis años. Los dos estaban sentados en el portal, pintando. Isela jugaba con todos los colores, pero papá estaba llenando de azul el cuadro. Azul era el agua, azul eran las montañas, azul era el cielo. Con el movimiento de su brazo subía o bajaba las tonalidades.
—¿Por qué todo es azul?
—Me gusta el azul.
No perdía la concentración. Era el mar tranquilo del que surgían unas altas montañas llenas de hielo, el cielo era un juego de azules. Cuando lo vi sentí calma, sentí…
—¿No te dan ganas de subir la montaña?
Exacto. Papá dibujó montañas porque había que subirlas todas.
—¡Ya quiero colgar mi cuadro! —dijo Isela, mostrando su mosaico de colores, una fuerza contraria a la de papá, con la alegría propia de la infancia.
—Primero tienen que secarse.
E Isela corrió a poner ambos cuadros a secar. Los cuidó muy bien durante algunos días, hasta que estuvieron bien secos. Y luego los colgamos en la sala. Me gustaba llegar de la escuela y verlos ahí, sonriéndome.
Me gusta recordar ese día, porque comprendo mejor por qué me estremecí tanto cuando el cuadro se arruinó. No sé bien por qué, pero el caso es que se mojó y quedó inservible. Y entonces, ay, mejor no les digo… pero cuánto lloré ese día.
Y muchas veces, como hoy, me acuerdo del cuadro, me acuerdo de papá. Me acuerdo de las montañas y de que hay que subirlas todas.
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