26 enero, 2015

La distracción pesa

Hoy me pasó algo rarísimo. Viajé desde el DF al pueblo y, como siempre, venía pensando en mil cosas. Desde los últimos renglones que había leído del libro en turno, pasando por conversaciones mantenidas con mis padres, hasta los sueños que había tenido la última semana y que habían sido hermosos. Todo eso se aglomeraba en mi cabeza sin orden específico. Entonces, por supuesto que iba distraída. En ningún momento me detuve a ver a las personas, ni lo que hacían, ni a escuchar lo que decían. Como autómata, caminé hacia mi destino.
Entonces sucedió.
En la combi quedé frente a un hombre. Yo, inmersa en el mundo abrilesco de mi persona, lo miré sin mirar. Como ya anochecía decidí echarme una pestañita, así que relajé el cuerpo y abrí los ojos a la realidad para, según yo, volver a cerrarlos rápido. Pero... ¡Qué cansados lucían todos!
Posé la mirada en el hombre que tenía frente a mí. ¡Santo cielo! ¡Lo conocía! Pero me asusté porque no era el hombre que recordaba. Era otro y, sin embargo, el mismo. Un vecino mío con el que platicaba todas las tardes al salir de la secundaria. Pasaba a su negocio y me quedaba platicando con él y su esposa al menos una hora. ¡Era genial! Luego entré al CCH, luego me fui a vivir a DF, las visitas se volvieron esporádicas hasta que después prácticamente desaparecieron.
Y ahora estaba frente a mí, ¡con mil años encima!, aunque teóricamente sólo habían pasado ocho. Su rostro tristísimo, su gesto de cansancio, penas y penas y penas se leían en todo su cuerpo.
Le sonreí y él me sonrió, pero algo se quebró en ambos. Dije "buenas noches" y mi voz salió con un hilo, triste, gris. Y luego él desvío la mirada porque sus ojos se habían empañado de pronto. Y sentí una congoja y una pesadez.
Distraerme pesa. Mientras más tiempo pase en el mundo abrilesco, más pesada será la vuelta a la realidad.

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