Hoy cuando desperté supe que era año nuevo. No solamente porque el celular dijera que era 1ro de enero, también ayudó el olor a pólvora regado por todo el ambiente. La luz del sol entraba potente por la ventana y me sentí extraña, porque realmente me gusta cuando toda mi habitación se ve iluminada de esa forma; pero lo único que pude pensar hoy fue: deseo la oscuridad.
Así que me tapé la cabeza con las cobijas, cerré los ojos y reflexioné: ¿Por qué deseo la oscuridad en año nuevo? No había razón.
Minutos más tarde me levanté y fui a la cocina a seguir comiendo. Toda la familia platicaba, tíos, abuelos, primos… Y volví a sentirme extraña. Sentí como si estuviera dentro de una burbuja que me impidiera sentir. Neutralidad. He ahí esta verdad: No me siento emocionada por el nuevo año. Y es raro, muy raro, porque siempre me emocionaba cambiar de año. Y si sigo rebuscando encontraré muchas más cosas que antes me emocionaban y ahora ya no. Y me preocupa pensar que lo que hoy me emociona no me emocionará mañana.
(Por ejemplo, me emocionan los camarones. Puedo estar muy llena, pero siempre habrá espacio para los camarones y de verdad me preocupa que algún día me lleguen a hartar. ¡No puedo concebir un mundo sin camarones!).
Estaba clavada en el asunto de mis alimentos favoritos cuando me llegó un mensaje: “¿Aceptarás el trabajo?” Ni siquiera me daba la felicitación de feliz año, luego luego al punto: “¿Aceptarás el trabajo?”. Era de Octavio, el primer personaje que aparecerá en esta historia aparte de mí. Octavio, un hombre que estaba cumpliendo sus sueños. Octavio, un hombre que creía que contratándome en su empresa podría tenerme a su lado. Octavio, un hombre que me había perdido, pero que se negaba a aceptarlo. Y sí, Octavio, un hombre que está incluido en esa lista de lo que antes me emocionaba y ahora ya no.
Miré el mensaje, lo borré sin compasión y seguí comiendo camarones. Luego se me ocurrió escribir esta historia.
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