Traigo a ustedes el primer capítulo de una de mis novelas, tal vez algunos de ustedes ya la conozcan. Tiempo Predestinado es una historia de amor, están advertidos. Pueden leerla en el siguiente video o directamente acá abajo. Saludos a todos. Gracias por leer.
Juliana vino al mundo en plena primavera. Su mamá no se cansaba de decirle cada cumpleaños que el día en que ella nació nacieron todas las flores, de verdad. A la habitación del hospital donde su pequeño cuerpo reconocía olores y formas llegaba el aroma de cientos de botones abriéndose. Años después una empresa de un suavizante reconocido encapsularía el aroma primaveral en su nuevo producto. Juliana, que apenas caminaba sola, se dejaría llevar por dicho olor hasta la botella que lo emanaba y, emocionada, bebería unas cuantas gotas de la mezcla química. Menos mal que su mamá se percató del asunto, si no la pequeña Juliana habría muerto intoxicada siguiendo el olor de la primavera artificial y no estaríamos aquí tratando de contar su historia.
Poco a poco Juliana fue desenvolviéndose en el mundo. Aprendió a hablar más rápido de lo esperado y, contraria a la mayoría de los bebés en el planeta, su primera palabra no fue ni papá ni mamá, sino haba. Ese día su familia comía habas y ella, con tan solo diez meses de edad, exigió más cantidad del alimento. Entonces sus padres se emocionaron. No cabe duda de que su destino está relacionado con el lenguaje, dijo su madre. ¡Tal vez!, exclamó su padre, ella será una gran oradora. ¡Qué cerca se encontraron de adivinar su futuro! Su abuelo que también estaba presente fue más perspicaz y la definió con mayor claridad: Esta chiquilla ni siquiera sabe caminar y ya quiere andar platicando.
Los padres de Juliana eran profesores y por eso se preocuparon en todo momento de iniciarla en la lectura y de enseñarle que para una buena convivencia era necesario obedecer reglas. Así que Juliana pronto aprendió a leer e hizo de la obediencia un hábito suyo. Esas dos características la convirtieron en una niña inteligente, perspicaz y también la hicieron silenciosa y educada con un alto sentido de la responsabilidad. Tal vez esa fue la primera diferencia entre ella y sus primas gemelas Diana y Cristina. Ambas niñas eran un año menor que ella, pero parecían ser más grandes. Se pintaban los labios mientras su madre iba a trabajar, luego hacían desfiles de moda con la ropa que encontraban en el armario.
—¿Por qué no juegas con nosotras? —preguntó un día la pequeña Cristina.
—No debemos tomar la ropa de nuestras madres, se molestarán —respondió Juliana con un dejo de regaño.
—Bueno, tú te lo pierdes —contestaron sus primas al unísono encogiendo los hombros.
Juliana luchaba constantemente contra ese deseo de transgredir las reglas impuestas por sus padres, sus primas lograban que todo luciera maravilloso. Pero una vez que llegaba su tía y regañaba a las gemelas hasta hacerlas llorar se sentía orgullosa de su propia obediencia. Sin embargo, ella también hacía ciertas cosas mientras sus padres no estaban. Sacaba todos los libros de la primera repisa del librero que se encontraba en la sala de su casa, luego los abría todos en la misma página y leía. Después los ordenaba alfabéticamente y volvía a acomodarlos en el librero. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que sus padres se dieran cuenta del orden que prevalecía en sus libreros, pues una vez que Juliana terminó con la primera repisa siguió con las demás y después con el resto de los sitios en donde encontró libros.
Afortunadamente su casa estaba repleta de ellos y antes de iniciar su educación escolar Juliana ya leía a una velocidad muy aceptable. Fue por eso que sus padres consideraron que estaba lista para ir al preescolar, así que su madre la inscribió al mismo kínder que a su primo Rogelio. La escuela era un edificio de dos pisos que tenía arcoíris y flores en las paredes, un amplio jardín con muchos juegos y una fuente que todos los niños denominaban ‘la piscina’ aunque nadie nadaba en ella.
—¿Por qué nuestro salón está abajo? —fue la primera pregunta que Juliana hizo a la profesora cuando le tocaba presentarse a sus compañeros.
—Los salones de primero están en la planta baja, los salones de tercero están en la alta.
Juliana tenía muchas ganas de que su salón estuviera en el segundo piso. Le gustaban los sitios altos, en su casa dormía en una litera y sentía que dormía muy bien. Si su clase fuera en las alturas seguramente aprendería mejor. Pero tenía que esperar hasta ir en tercero y para eso faltaban dos años. Salió al jardín y se sentó en la fuente mientras comía un sándwich hecho por su madre, observó atentamente los salones del segundo piso y vio que un niño disparaba bolitas de papel con un popote. Los pequeños proyectiles iban a dar en el cabello de las niñas que jugaban en el patio. Juliana movió la cabeza en señal de reproche, enseguida una maestra se acercó al niño y lo reprendió:
—¡Diego, deja de hacer eso!
Juliana sonrió al ver el rostro de sorpresa del niño que enseguida se echó a correr para escapar de la profesora. La niña lo siguió con la mirada llena de diversión, pero luego reparó en que estaba mal huir de un regaño, así que se tornó seria y entró a su salón. Los siguientes días fueron más o menos igual, Juliana obedecía lo que su profesora le ordenaba, salía al jardín a comer el lunch mientras se divertía observando las múltiples travesuras del tal Diego. Después se arrepentía y volvía a entrar a su salón.
Fue al séptimo día de escuela cuando las cosas cambiaron. La maestra ordenó al grupo que hicieran bolitas de papel maché porque después las pegarían en una cartulina para rellenar unos dibujos grandes de animales. A cada alumno le entregó una bandeja en donde irían poniendo sus bolitas y una tapita de refresco que tenía pegamento blanco. Juliana puso manos a la obra de inmediato. Con paciencia tomaba un poco de papel maché y luego con movimientos giratorios de sus manos lograba hacerlo bolita, después colocaba el resultado en su bandeja. Pronto llenó la mitad de su recipiente, de pronto a la maestra le pareció buena idea salir un momento del salón. Los niños se quedaron solos, algunos como Juliana absortos en su labor, pero otros más comenzaron a distraerse.
El niño que estaba al lado de Juliana tomó la bandeja de la niña y tiró todas las bolitas al suelo.
—¡¿Por qué hiciste eso?! —preguntó Juliana a punto de llorar.
—Eres fea —respondió el chamaquito burlándose de ella.
Juliana decidió ignorarlo y pronto volvió a tener llena la mitad de la bandeja, pero en ese momento el niño tomó otra vez el recipiente y lo vació. Juliana no pudo tolerar tanta agresión y comenzó a llorar. Cuando la maestra regresó al salón el llanto de Juliana era tan fuerte que varios de sus compañeros se tapaban los oídos.
—¿Qué pasó aquí? —preguntó la profesora.
—Xavier tiró todas las bolitas de Juliana —respondió alguna voz.
—¡Xavier! ¿Qué tienes que decir? —el niño bajó la cabeza en señal de arrepentimiento y se quedó callado.
—Ya es hora de salir al receso —anunció la profesora y los niños comenzaron a levantarse de sus asientos, incluyendo a Juliana que de pronto había cesado de llorar. —Todos van a salir, menos Xavier y Juliana.
—¿Pero yo por qué? —reclamó la niña sintiendo que sus lágrimas volvían a asomarse.
—Debes aprender que las cosas no se solucionan con berrinches —fue la respuesta de la maestra quien salió con el resto de los impúberes al receso y dejó encerrados a los dos niños.
Juliana se sentía muy molesta, estaba segura de que la maestra no tenía la razón. Miró con coraje a Xavier quien sólo bajó la mirada. La niña comió su almuerzo mientras imaginaba las travesuras que Diego estaría haciendo. Xavier siguió con la labor de hacer bolitas de papel maché y justo antes de que el receso terminara vertió la mitad de su bandeja en el recipiente de Juliana y le pidió disculpas, pero ella no le respondió.
A la hora de la salida mientras Juliana esperaba a alguien que fuera por ella, observó que la profesora acusaba a Xavier con su madre, ésta reprendió al niño con tanta fuerza que Juliana se arrepintió de no haberlo perdonado; pero cuando su padre llegó el episodio se borró de su cabeza y sólo se encargó de hacerle saber a su papá lo mal que lo había pasado. ¿Así que las cosas no se arreglaban con berrinches? Juliana lloró, pataleó y se aferró a todo lo posible para no volver a pisar esa escuela y lo logró. Sus padres al final decidieron que se quedaría en casa por una temporada más. Así la niña volvió a su hábito de leer y ordenar libros mientras sus padres iban a trabajar.
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