Juega México y el comedor popular está a reventar. Aldo ocupa una de las mesas más alejadas, la última que continúa vacía. Después de terminar la sopa llega otro chico a sentarse, veintisiete años a lo mucho. Los vítores del partido aumentan el ánimo, cuando ambos se dan cuenta ya están platicando sobre sus vidas, al tiempo que intercalan comentarios sobre el partido.
—Sí, yo estudio psicología, aaaaaah, pinche portero, pero qué le costaba enviarla lejos, sí wey, ¿y tú qué haces?
—Estudio filosofía, oh mira, casi gol.
Transcurren los noventa minutos, los platos están vacíos y ambos intercambian números telefónicos. Es momento de irse. El cabello de Aldo le cubre los ojos, se da cuenta de que el otro chico lo mira:
—Me lo voy a cortar hoy mismo —se apresura a decir.
—No, ¿por qué? Así se te ve bien —y acto seguido el chico extiende el brazo para ponerle el cabello detrás de la oreja. Aldo sólo sintió el escalofrío corriendo por su espalda y las ganas de salir huyendo. Se despide apresurado y regresa a su casa. Hasta muy entrada la noche sigue escuchando las celebraciones del partido. Está a punto de dormir cuando le llega un mensaje:
—Duerme lindo, guapo, pensaré en ti.
Aldo aprendió que el gusto por el futbol ya no significa nada para clasificar a las personas.
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