La niña conoció el poder y la magia de la palabra, que no son lo mismo. Dios creó el mundo por medio de la palabra, eso es poder. El humano puede hacer todo lo que se proponga si tiene los pensamientos adecuados que después se convertirán en acciones, eso es magia. Esa niña tenía poder y tenía magia. La palabra era su herramienta y por eso, a edad tan temprana, destrozó su mundo sin darse cuenta. Poder y magia en manos inocentes pueden llegar al triple de su capacidad que sin una madurez puede salirse de control. Madurar, palabra dura porque duele llegar a eso.
La niña descubrió que un secreto era un poder magnífico y que, al revelarlo, podía conseguir más cosas que con una palabra, digamos, corriente.
Entonces ella reveló muchos secretos. Y, por supuesto, cosas magníficas sucedieron. Pero la gente de su pueblo se fue marchitando hasta que solamente quedó ella. El olor acre de las flores podridas inundó su entorno y ella estuvo a punto de volverse loca, descubrió entonces que las palabras reveladas no podían volver a esconderse.
Las palabras corrientes podían ir y venir. Las palabras secretas no.
Ella reveló su nombre, el último secreto que le quedaba y que ya no tenía chiste guardar. Y mientras lo decía se fue secando como las ramitas en invierno hasta que al sentarse a llorar se rompió en mil pedacitos.
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