Lo vi cuando salí del metro, un señor con el cabello cano, caminando de lado por todo el pasillo. De lado, en serio. Paso por paso hacia la izquierda. Toda la gente apresurada le dedicaba una mirada o dos, porque nadie podía creer que ese señor, de verdad, estuviera haciendo eso. Es decir, le crees las locuras a los jóvenes porque son jóvenes y porque uno siente que los pocos años son justificación perfecta para cualquier babosada. Pero ¿un anciano? ¡Por favor! Ellos deberían estar agonizando en una enfermedad inminente.
El abuelito caminaba como cangrejo, ajeno a las miradas de sorpresa. Ajeno a mi mirada de sorpresa. Sin prisa, incluso sonriendo. Un pie por cada cuadro de azulejo en el piso. La verdad es que eso me llenó de emoción, como una verdad proclamada de que mi ancianidad no se reduciría a la miseria. Porque después de todo, ¿quién sabe lo que ha de suceder?
Con mi prisa caminé a su lado hasta rebasarlo. La prisa, la prisa. Hasta rebasarlo, aunque entonces volteé. Lo miré y sonreí. Él sonrió. Y luego seguí con la prisa que me jalaba los brazos. La prisa, la prisa.
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