Me pregunto cuántos mexicanos conocemos nuestra historia. ¿Cuántos de nosotros nos detenemos a pensar en nuestros orígenes? México es un país relativamente joven comparado con los grandes viejos de Europa y Asia. América es joven, muy joven. Lo poco que sé de historia lo aprendí en quinto de primaria, pues a mi profe le encantaban las culturas antiguas: aztecas, mayas, olmecas. Nos contaba grandes hazañas indígenas y las iba tejiendo de tal forma que siempre fueron para mí como un misticismo que antecedía la historia de mi familia.
Luego aprendí un poco de historia universal cuando iba en el CCH, la maestra no nos miraba a nosotros, pero parecía que tenía frente a sí al mismísimo Bonaparte o a Churchill o a Hitler. Me quedó claro que México es uno entre muchos, que nuestra realidad lacerante es consecuencia de un desorden en todos los ámbitos de nuestra vida. Historia de México, de América, propiamente, no creo haber aprendido. Sólo sé que en la secundaria me dijeron que no hay buenos ni malos, que tanto Miguel Hidalgo como Maximiliano, Porfirio y Vasconcelos tenían mucho que enseñar y mucho que ocultar.
Pero eso sí, el odio incomprensible hacia Hernán Cortés fue inamovible. Desde la primaria, la secu y la prepa no recuerdo nunca a nadie decir: “Cortés fue un hombre de su época, en busca de nuevos territorios llegó a los aztecas y, cegado por la pasión religiosa del momento, arrasó con los antiguos dioses pues los aztecas eran una sociedad entregada a los sacrificios…” Todo lo que se decía era que los españoles vinieron a arruinar nuestras raíces, vinieron a contaminar de sus prejuicios y clases sociales la limpia percepción de la vida que nuestros antiguos guardaban.
La ruta de Hernán Cortés de Fernando Benítez nos hace viajar junto con el español a través de los mares y las costas americanas, la prosa tan exquisita nos sumerge en las maravillas de la nueva tierra, todo es asombroso ante nosotros. Pocos mexicanos, casi nadie, se salvan de no tener sangre indígena y “extranjera” en el cuerpo. Yo, por ejemplo, sé que la familia de mi abuela materna era española y vino a México a asentarse en las tierras del mágico Tepotzotlán. Benítez crea una reflexión certera y dolorosa sobre nuestras raíces, sobre el significado de ser criollo o mestizo y de cómo la sociedad fue amoldando a los nuevos héroes que… bueno, basta decir que México sigue sumido en la miseria.
Pero antes de llegar a la trágica conclusión (que, ahora que lo pienso, también puede ser un deje de esperanza por parte del autor), hacemos todo el recorrido de Cortés hasta la gran Tenochtitlan. Es mágico el libro, porque luego de contar lo sucedido hace siglos, Benítez se enfrasca en una reflexión de los lugares en la actualidad (bueno, en su actualidad, hace 50 años). “Así era Xalapa cuando los españoles la vieron por primera vez, así es ahora Xalapa, ¡miren qué hermosa!” ¿Qué podemos decir hoy de ella?
El dibujo que hace de Tlaxcala es impresionante, a nadie que haya puesto atención en sus clases se le olvida que los tlaxcaltecas junto con la Malinche son el epítome de la traición, pero ante la pluma de Benítez se destacan como personajes inteligentes cuyas acciones fueron el resultado de una sed de venganza, pero antes de eso, de un deseo de permanecer vivos.
Recomiendo ampliamente el libro a todos aquellos que quieran entender mejor el trance histórico de descubrir un nuevo mundo, que casualmente resulta ser el mundo en que vivimos: México. Benítez no aburre, sino que parece que uno estuviera leyendo el cofre de tesoros, y hay una gran bibliografía que lo respalda, además de anécdotas curiosas que, estoy segura, nadie ha escuchado en sus clases de historia. Además, la reflexión constante del pasado con el presente hacen que a uno se le antoje ir a recorrer los pueblos mexicanos que suelen quedar relegados a los sueños de conocer Europa. ¡Si en México hay tanto!
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